Esa mañana me había despertado pronto. Fui a desayunar y
luego volví a la habitación. No era muy grande; la puerta estaba en una esquina
y en frente se podía ver una estantería llena de libros, ordenados por tamaño;
al lado de ésta había un sillón de cuero negro y una lámpara de pie dorada. En
la parte derecha del cuarto había una cama con dosel enorme cuyo cabecero no
era un cabecero normal, era una ventana. Desde ella se podía ver el amanecer en
las montañas y las mejores estrellas durante la noche. En la parte izquierda de
la habitación había un arco que daba al ropero y al baño. El dormitorio era de
color granate en su totalidad, excepto el arco que era de un color blanco
ligeramente avainillado, el suelo de una madera muy oscura, casi negra, y estaba
cubierto, a los pies de la cama, por una alfombra granate de pelo largo.
Lo que más me gustaba del dormitorio era que al volver
después de desayunar me apoyaba en el arco que daba al ropero y podía verle
dormir. Estábamos entonces en el mes de mayo, amanecía relativamente pronto;
los rayos de sol se colaban por la ventana e iluminaban ligeramente su rostro.
Las sábanas eran de color crema y resaltaban el tono cetrino de su piel. Dormía
apoyado sobre su brazo izquierdo dejando ver sus largos dedos, tenía unas manos
realmente bonitas. Cada vez que se escuchaba cantar a un ruiseñor se le
dibujaba una sonrisa en la cara, tenía unos dientes muy blancos, casi
perfectos, exceptuando que uno de sus incisivos superiores se apoyaba
ligeramente sobre el otro. Sonaba el despertador cuando empezó a arrugar su
nariz chata y a abrir sus enormes ojos de color verde musgo. Se incorporó en la cama y empezó a mirarme con
inquietud; tenía las cejas gruesas, ligeramente más claras que su pelo, negro,
y sus pestañas, que eran muchas y larguísimas, se arqueaban tanto que parecía
que sus ojos eran más grandes aún, enormes. Decidí acercarme a darle los buenos
días, adoraba besarle en la mandíbula, casi junto a la oreja, allí tenía un
lunar del tamaño de una lenteja. Le gustaba mirarme con los ojos fijos, casi
sin parpadear y, con la mano derecha, se colocaba el pelo que siempre decidía
estar despeinado.
Esa mañana después de bostezar un par de veces me dijo que
se iba a duchar y me besó en la comisura de los labios, su boca estaba fría
pero sus labios como siempre recordaban a una piruleta de corazón, pequeños y
con el labio inferior un poco más grueso que el superior. Se fue sonriendo y
supe que jamás volvería a ser igual.
Me vestí apurada y escribí una nota:
Carlos, lo siento. No
me gustan las despedidas, lo sabes. Tú me quieres demasiado, yo sólo tengo
miedo. Clara
Echaba de menos ese dormitorio que guardaba todos mis
secretos. Yo no sabía que dos años después
la nota seguía dando los buenos días al que podía haber sido el hombre
de mi vida. El miedo a no saber lo que era no me dejó ver lo que sería. Lo que
es: dos dormitorios distintos, la misma historia, el recuerdo.
1 comentario:
Si el otro día te dije que la falta de descripciones no me dejaba acabar de entenderte, hoy te tengo que dar las gracias; lo he entendido.
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