Se levantó esa mañana convencida de que si algún día se
vestía de novia sería para él. Nunca había estado tan segura de algo. Lo cierto
es que no dejaba ni un segundo de echarle de menos, pero, tampoco de dudar si
debería seguir adelante. Ya sabemos todos que jugar a la ruleta rusa no es sólo
cuestión de suerte.
Adoraba mirarle a los ojos fijamente, sin parpadear; los tenía
verdes y eran los más grandes que ella jamás había visto. Se ilusionaba cada vez que el reía con esas
carcajadas tan peculiares, parecía un niño. Le odiaba cuando jugaba a
esconderse sin avisar para luego aparecer de repente. Él adoraba darle una de
cal y otra de arena.
Según pasaban las horas ella se sentía cada vez más lejos,
como si supiese que caminaría sola al altar y, que allí, nadie la esperaría. Él
no se vestiría con un frac negro, ni la estaría esperando sonriendo y tendiendo
la mano para hacerla volar. Se había ido y no quería volver, ni se había
despedido. Con él se llevo el bien más preciado para ella, su inspiración.
Adoraba escribir para él, de esa forma lo sentía cerca, a su
lado, cogiéndola por la cintura mientras soplaba detrás de su oreja derecha.
Siempre cerraba los ojos al tender sus manos sobre el portátil y dejaba viajar a
la imaginación hacia su rincón secreto. Entonces, como aquella noche, contaba
las estrellas una a una e inspiraba fuerte el olor a mar. Las palabras fluían,
como por arte de magia.
Antes de acostarse, como cada noche, se cepilló el pelo con
delicadeza mientras se miraba al espejo. Volvió a la cama y puso el despertador
para las cinco de la madrugada. Dobló un papel que tenía en el bolsillo y lo
guardó bajo la almohada.
“No podemos seguir
así, no quiero esperar más. Sólo tienes que decirme que vas a tender la mano
para volar juntos por toda la ciudad.”
Una vez sonó el despertador, ella se vistió rápidamente y
dejó caer el papel sobre la almohada. Horas después él lo rozaba con sus dedos
recordando el tacto del tatuaje que ella tenía en la cintura.
Él tuvo miedo, ella le quiso demasiado. Lo que no sabían es
que, quizás, algún día el destino volvería a juntarlos.
A día de hoy los dos cuentan estrellas en un balcón
inspirando el olor a mar. Mañana puede que hagan juntos castillos de arena en
la playa. Pero si no lo intentan, una novia caminará hacia un altar donde nadie
la esperará y un chico, vestido con un
frac negro, mirará, con una sonrisa y los ojos fijos, hacia la puerta de una iglesia
que nunca se abrirá.