jueves, 12 de abril de 2012

Destino


Se levantó esa mañana convencida de que si algún día se vestía de novia sería para él. Nunca había estado tan segura de algo. Lo cierto es que no dejaba ni un segundo de echarle de menos, pero, tampoco de dudar si debería seguir adelante. Ya sabemos todos que jugar a la ruleta rusa no es sólo cuestión de suerte.
Adoraba mirarle a los ojos fijamente, sin parpadear; los tenía verdes y eran los más grandes que ella jamás había visto.  Se ilusionaba cada vez que el reía con esas carcajadas tan peculiares, parecía un niño. Le odiaba cuando jugaba a esconderse sin avisar para luego aparecer de repente. Él adoraba darle una de cal y otra de arena.
Según pasaban las horas ella se sentía cada vez más lejos, como si supiese que caminaría sola al altar y, que allí, nadie la esperaría. Él no se vestiría con un frac negro, ni la estaría esperando sonriendo y tendiendo la mano para hacerla volar. Se había ido y no quería volver, ni se había despedido. Con él se llevo el bien más preciado para ella, su inspiración.
Adoraba escribir para él, de esa forma lo sentía cerca, a su lado, cogiéndola por la cintura mientras soplaba detrás de su oreja derecha. Siempre cerraba los ojos al tender sus manos sobre el portátil y dejaba viajar a la imaginación hacia su rincón secreto. Entonces, como aquella noche, contaba las estrellas una a una e inspiraba fuerte el olor a mar. Las palabras fluían, como por arte de magia.
Antes de acostarse, como cada noche, se cepilló el pelo con delicadeza mientras se miraba al espejo. Volvió a la cama y puso el despertador para las cinco de la madrugada. Dobló un papel que tenía en el bolsillo y lo guardó bajo la almohada.
“No podemos seguir así, no quiero esperar más. Sólo tienes que decirme que vas a tender la mano para volar juntos por toda la ciudad.”
Una vez sonó el despertador, ella se vistió rápidamente y dejó caer el papel sobre la almohada. Horas después él lo rozaba con sus dedos recordando el tacto del tatuaje que ella tenía en la cintura.
Él tuvo miedo, ella le quiso demasiado. Lo que no sabían es que, quizás, algún día el destino volvería a juntarlos.
A día de hoy los dos cuentan estrellas en un balcón inspirando el olor a mar. Mañana puede que hagan juntos castillos de arena en la playa. Pero si no lo intentan, una novia caminará hacia un altar donde nadie la esperará  y un chico, vestido con un frac negro, mirará, con una sonrisa y los ojos fijos, hacia la puerta de una iglesia que nunca se abrirá.



sábado, 24 de marzo de 2012

Pies fríos


Hacía tiempo que la escuchaba entrar en mi habitación a media noche. Caminaba de puntillas hacia la ventana y la abría, le gustaba que el viento chocase con su cara, esa sensación la hacía sentirse tan viva. Después volvía y se sentaba a los pies de la cama y, yo, en mis sueños, la veía, con un camisón de lino blanco. Siempre sonreía, tenía una sonrisa amplia y cuando se reía lo hacía con la “i” como las niñas pequeñas, le salían hoyuelos y sus ojos se achinaban y chispeaban notas verdes de felicidad.
La echo tanto de menos… Desde que se fue, ya nunca huele a café recién hecho por las mañanas, ella adoraba ese olor, tampoco hay recortes de noticias curiosas del periódico pegadas en el corcho de la cocina. A la hora de comer siempre tocaba una campanita y decía “la comida está servida mi señor” mientras se reía a carcajadas; y yo bajaba corriendo las escaleras y la besaba en la comisura de los labios, era el momento del día en que le decía al oído: “te quiero”.
Odiaba cuando ponía sus pies fríos entre mis piernas en las noches de invierno y ahora todas las noches al acostarme  dejo su lado de la cama sin deshacer, intocable, con su camisón de lino blanco bajo la almohada, y maldigo a media noche al mundo por tener las piernas aún del todo calientes. Cuando se subía en el coche bajaba las ventanillas y ponía M-Clan a todo volumen y, con chillidos que intentaban sonar afinados, cantaba todo el trayecto a donde fuera que fuésemos; recuerdo aquel viaje de siete horas, pensé que me iba a estallar la cabeza.
Nunca discutíamos pero si alguna vez lo hacíamos, en medio de la discusión se echaba a reír y me decía “tenemos un amor de cine, ahora sólo tienes que besarme, ¿no ves que nuestro amor es para siempre?” y yo me enfadaba más pero al final me acababa riendo con ella y la besaba acariciando su larga melena negra.
Nunca tuvo que irse, no es justo. Le gustaba sentarse al piano y tocar durante horas, daba igual tocar “Claro de Luna” que “Frère Jacques”. Los domingos por la tarde hacía palomitas y me obligaba a ver comedias románticas, siempre me quedaba dormido pero ella hacía como si nada y al acabar la película me preguntaba, muy emocionada, “¿cariño has visto que bonito cuando vuelven a encontrarse?” y yo, asentía con la cabeza para verla sonreír. Nunca me dejaba lavarme los dientes tranquilamente, me hacía cosquillas, me pellizcaba en los brazos, se colgaba a mi espalda como un koala y me besaba cuando tenía la boca llena de espuma.
Tenía tantas ganas de vivir…
Esta noche volví a escucharla entrar en la habitación y supe que estaba soñando otra vez que se ponía el pijama de lino blanco. Pero esta vez se metió bajo las sábanas, volví a tener las piernas frías a media noche. La maldije, pero  juro que me sentí como si estuviese en el cielo.

martes, 20 de marzo de 2012

Alter Ego


Últimamente creo que mi corazón se pelea con mi mente continuamente.
Me gustaría jugar a no extrañarte, a olvidarte, a dejar de creer que el destino existió alguna vez. Me gustaría poder apostatar de tu religión, ya no queda fe en mi interior, ya no tengo ganas de rezarte toda la noche y para ser sincera, tampoco tengo ganas de esperar por el milagro divino de que pueda volver a escucharte.
Toda mi vida he querido abrazarte cada momento. Me recostaba en tu regazo y, ahí, olvidaba lo que era existir sin poder volar porque, tan solo tú, conseguías hacerme volar en menos de un segundo. Cerraba los ojos y “pum”. Volaba a través de las nubes, veía la vida de color sepia como si pudiese también viajar a través del tiempo. Tan solo tú, en un segundo, has conseguido hacerme llorar a mares y ahora a pesar de estar en mi habitación mirándome cada segundo no tengo ganas de acariciarte, de acogerme en tu regazo ni de que me digas de esa forma, tu forma, que yo soy así que no he de cambiar.
He olvidado como he de mover mis dedos para sentir esa felicidad, no sé ya como se siente estar sobre un escenario con focos que ciegan mis ojos, no sé cómo puedo recordar las ganas que siempre tenía de bailar contigo.
Pero estás ahí, todavía, el amor más grande de mi vida, el que nunca se irá del todo de mi corazón, ni de la sangre que corre por mis venas. Y sabes perfectamente que siempre que suenas es como si me dijeses “si tú me dices ven lo dejo todo”. Y yo no voy por miedo a recordar, por miedo a echar de menos, por miedo a volar, por miedo a no poder regresar jamás a ese lugar donde te hice sonar por primera vez.
Volveré para que me vuelvas a llevar a Nunca Jamás o al País de las Maravillas, te dejaré escoger, al fin y al cabo tú nunca te equivocas porque eres mi yo más interno, mi alter ego.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Nota


Esa mañana me había despertado pronto. Fui a desayunar y luego volví a la habitación. No era muy grande; la puerta estaba en una esquina y en frente se podía ver una estantería llena de libros, ordenados por tamaño; al lado de ésta había un sillón de cuero negro y una lámpara de pie dorada. En la parte derecha del cuarto había una cama con dosel enorme cuyo cabecero no era un cabecero normal, era una ventana. Desde ella se podía ver el amanecer en las montañas y las mejores estrellas durante la noche. En la parte izquierda de la habitación había un arco que daba al ropero y al baño. El dormitorio era de color granate en su totalidad, excepto el arco que era de un color blanco ligeramente avainillado, el suelo de una madera muy oscura, casi negra, y estaba cubierto, a los pies de la cama, por una alfombra granate de pelo largo.
Lo que más me gustaba del dormitorio era que al volver después de desayunar me apoyaba en el arco que daba al ropero y podía verle dormir. Estábamos entonces en el mes de mayo, amanecía relativamente pronto; los rayos de sol se colaban por la ventana e iluminaban ligeramente su rostro. Las sábanas eran de color crema y resaltaban el tono cetrino de su piel. Dormía apoyado sobre su brazo izquierdo dejando ver sus largos dedos, tenía unas manos realmente bonitas. Cada vez que se escuchaba cantar a un ruiseñor se le dibujaba una sonrisa en la cara, tenía unos dientes muy blancos, casi perfectos, exceptuando que uno de sus incisivos superiores se apoyaba ligeramente sobre el otro. Sonaba el despertador cuando empezó a arrugar su nariz chata y a abrir sus enormes ojos de color verde musgo.  Se incorporó en la cama y empezó a mirarme con inquietud; tenía las cejas gruesas, ligeramente más claras que su pelo, negro, y sus pestañas, que eran muchas y larguísimas, se arqueaban tanto que parecía que sus ojos eran más grandes aún, enormes. Decidí acercarme a darle los buenos días, adoraba besarle en la mandíbula, casi junto a la oreja, allí tenía un lunar del tamaño de una lenteja. Le gustaba mirarme con los ojos fijos, casi sin parpadear y, con la mano derecha, se colocaba el pelo que siempre decidía estar despeinado.
Esa mañana después de bostezar un par de veces me dijo que se iba a duchar y me besó en la comisura de los labios, su boca estaba fría pero sus labios como siempre recordaban a una piruleta de corazón, pequeños y con el labio inferior un poco más grueso que el superior. Se fue sonriendo y supe que jamás volvería a ser igual.
Me vestí apurada y escribí una nota:
Carlos, lo siento. No me gustan las despedidas, lo sabes. Tú me quieres demasiado, yo sólo tengo miedo.  Clara
Echaba de menos ese dormitorio que guardaba todos mis secretos. Yo no sabía que dos años después  la nota seguía dando los buenos días al que podía haber sido el hombre de mi vida. El miedo a no saber lo que era no me dejó ver lo que sería. Lo que es: dos dormitorios distintos, la misma historia, el recuerdo.


viernes, 2 de marzo de 2012

Te amo a mi manera, odiándote.

No te odio por no estar.
Te odio por no poder odiarte,
Por no poder tocarte,
Porque ni puedo llorar.

No te odio sin más.
Te odio por no poder besarte,
Por no poder ir a buscarte,
Porque ni puedo gritar.

No te odio como a los demás.
Te odio por no poder cantarte,
Por no poder, al oído, susurrarte,
Porque ni puedo dar marcha atrás.

No te odio sin pensar,
Te odio por no olvidarte,
Por no poder, tan siquiera, amarte,
Porque ni puedo tus manos tocar.

No te odio sin callar.
Te odio por no quererte,
Por no poder tenerte,
Porque ni sé cómo se puede odiar.


miércoles, 29 de febrero de 2012

¿Y sin embargo qué?


La luz del sol comenzaba a asomarse entre las cortinas de color rojo. Intenté estirarme cuando recordé que él estaba allí abrazándome como si tuviese miedo de que me fuese sin avisar. Le besé en la frente y me solté de la prisión de sus brazos.
Me levanté y me puse su sudadera roja, salí de puntillas intentando no hacer ruido, puse la cafetera funcionando y salí al balcón. Me encantaba escuchar las sirenas de los pesqueros, los gritos de los niños que entraban al colegio y el reloj del ayuntamiento. Suspiré y sonreí, como hacía todas las mañanas desde que él había aparecido.
Volví a la cocina, el café ya estaba hecho. Me serví un buen vaso con leche condensada y me senté frente al ordenador. Sonaba Nuvole bianche y las palabras fluyeron de nuevo, nunca se habían ido, se habían escondido solamente, estaban vigilando que yo encontrase el camino. “Buenos días”, esas fueron las primeras palabras que escribí para él.
Me terminé el café y salí pitando hacia la ducha, él seguía dormido. Me encantaba dejar caer el chorro del agua caliente por mi cara, sintiendo como rozaba mis labios y como cada parte de mi silueta se dibujaba otra vez bajo gotitas minúsculas. Disfrutaba de la ducha pero, poco a poco, bajaba la temperatura del agua hasta que estuviese totalmente fría, daba tres saltos y me enjuagaba el pelo con rapidez. Me enroscaba en una enorme toalla e iba prácticamente corriendo al dormitorio.
Y allí estaba él, durmiendo sin saber que pasaba o no por mi mente; sin tener ni idea de mis verdaderos sentimientos. Retire las sábanas con cuidado, solté la toalla y me abalancé sobre él, desnuda y totalmente mojada. Se dio la vuelta y me beso en los labios. No hay un beso más dulce que el que te dan cuando tienes los labios helados y mojados. Sonreí y le besé otra vez.
Empezaba a vestirme cuando me dijo, mirando mi tatuaje, nadie te ha preguntado "¿y sin embargo qué?" Había una cosa que me encantaría contestar y, pese a que ahí ya estaba enamorada de él, no supe que debería decir. Podría haber dicho “y sin embargo cuando duermo sin ti, contigo sueño” o “y sin embargo te quiero” pero…
Me abalancé sobre él y le bese en la nariz. Y le dije “buenos días”.


lunes, 27 de febrero de 2012

Quizás


Y no estaba allí, no podía coger el coche e ir a ver las estrellas como hacía antaño.

Me sentía sola, como un niño pequeño sin la luz del pasillo encendida para dormir. Él nunca prometió matar monstruos por mí. Tampoco dijo que se marcharía sin avisar.

No estaba allí, para hacer rebotar las piedras en el reflejo de la luna.

Estaba más enojada que triste, no dolía el alma tanto como el orgullo. Él nunca prometió agarrarme si iba a caerme. Tampoco dijo que aquel sería un último beso.

No estaba allí recostada en la arena dejando volar la imaginación.

Se había marchado la inspiración y las palabras tan solo fluían si eran forzadas. Él nunca prometió callarme con un beso. Tampoco dijo que no era una canción de amor.

No estaba allí secándome las lágrimas con la manga de la chaqueta.

No fumaba por esperar sino por no desesperar. Él nunca prometió dejarse llevar. Tampoco dijo que me sacaría a bailar.

No estaba allí escuchando a los grillos cantar.

Trataba de entender sin  escuchar, sin dialogar. Él nunca prometió volver a llamar. Tampoco dijo que sostendría mi mano si empezaba a temblar.

No estaba, simplemente, me había ido yo, quizás él.
Puede que nunca hubiésemos llegado.
Puede que no quisiésemos encontrarnos.
Puede que él no fuese él y que yo nunca quisiese dejar de ser yo.
No hay explicación.