Otro año más, San Valentín se deja caer en el mundo de los
mortales. Pareció olvidarse del verdadero sentido de amar, otra vez.
No he visto a nadie en todo el día besarse con ternura, tampoco
había abuelos paseando agarrados de la mano; nadie salió para otra cosa que no
fuese comprar flores rojas, globos, perfumes, joyas…
¿San Valentín no debería ser todos los días? En el buen
sentido de la fecha, sin regalos y sin flores.
¿No deberíamos celebrar todos los
días el brillo de los ojos que se nos pone al ver a la persona a la que amamos?
Si amas de verdad, todos los días sonríes por la mañana al
girarte en la cama y verle durmiendo; cuando le escuchas cantar bajo la ducha,
cuando te despides al bajar del coche, cuando te sujeta la mano o; simplemente,
cuando sonríe.
No es necesario un globo con forma de corazón para sentirte
igual que un niño que se enamora en el primer recreo; basta con bailar salsa en
una discoteca y que te pise más veces de las que recomiendan los especialistas.
A mí, personalmente, puede gustarme más que me miren con una
sonrisa de oreja a oreja, mientras apartan el pelo de mi cara con una caricia y
me besan suavemente que un ramo de rosas rojas.
El olor a gel de ducha, cuando llega a la habitación
secándose el pelo con una toalla y me da los buenos días, puede ser mucho más sensual
que cualquier perfume de Chanel.
Me despido hoy, día catorce de febrero, de la misma forma
que lo hice el día treinta de enero: “Que sueñes con cosas bonitas”. Al fin y
al cabo, el amor se usa todos los días sin condiciones, sin ataduras.
Enamorarse es, todos los días, la opción más arriesgada pero, sin duda alguna,
la mejor opción.
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